viernes, 1 de mayo de 2015

"De perros y no gatos" (catarsis verbal acerca de mis enemigos primarios)

Son interesantes los vínculos que marcamos con seres y objetos desde que empezamos a hacer contacto con el planeta. Desde el primer roce de piel materna, las primeras texturas de una prenda o un juguete, el primer sabor dulce de una golosina o la textura terrosa de un ladrillo recién roto (existimos los amantes de estos bloques). Son estos vínculos los que nos hacen únicos y especiales pero también es cierto que ganamos antipatías del mismo modo sencillo con el que abrimos una puerta o lamemos un ladrillo (lo reafirmo).

En mi caso particular es cierto que no me he hecho a fin a muchos seres, son contadas las formas que simpatizan conmigo y que generan vínculos, entre ellas están los perros y los seres “inteligentes” (en ese orden). Mis vínculos con los primeros (supongo que) vienen de una larga lista de antepasados amantes de canes que en sus ratos libres salían a cazar con una decena de soberbios animales amarrados a cadenas que dominaban con ágiles dedos. Daneses, pastores alemanes y uno que otro Schnauzer remataban el ramillete canino. Se ganaban la vida con ayuda de sus canes, cazando fieros animales que perturbaban los cálidos pastos nórdicos de la edad media. A cambio los míos recibían amables obsequios de elfos, druidas y uno que otro hobbit juguetón. Es claro que no tengo la menor idea de algún rastro familiar y tampoco sé de donde nace este alegre vínculo con estos seres de cuatro patas con los cuales hablo mucho pero mucho más que con el 99% de los humanos que conozco.

Me es difícil rastrear un vínculo porque no soy tan amante de estos seres, más allá de fomentar su libre concupiscencia no paso,  me siento empático por ellos pero lejos estoy de dedicar  mi vida a su entero bienestar, aun así se me hace necesario tener a estos canes cerca y tratar de entender su forma nada limitada del mundo. Pero, de la misma forma en que ciertos entes se nos hacen amables desde un inicio éstos tienen sus formas antagónicas que simplemente no te aguantan, que te aborrecen porque sí  y en este caso nada puede ser más cliché que mis enemigos primarios: Felinos de la misma cantidad de patas que al parecer no me soportan y suelen utilizarme de las maneras más viles para luego ser víctima de maldades al mejor estilo de su sigilo y perversa inteligencia.

He leído muchos artículos donde describen a los gatos como seres distantes, diversos y muy enigmáticos mientras los perros son los amigos, los fieles y para nada traicioneros. Son los gatos los que poseen esa curiosidad y los que más se asemejan a la astucia como a la pereza. Basta ver un esbozo en cualquier viñeta de periódico donde estos dibujados regordetes y cachetones son astutos, sagaces y tal vez más inteligentes que muchos de nosotros. De acuerdo estoy en varias de sus descripciones, en lo hermosos que son sin importar su raza, en su extrema agilidad y en sus inagotables recursos cuando buscan escapar de algún lado, en lo que pierdo el rastro es en encontrar causas por las cuales les soy tan esquivo a estos reyes del carisma.

Tengo amigos y  colegas a los cuales sus gatos los quieren y hasta respetan. A los pocos felinos que he tenido (y tengo) nunca les he proyectado una imagen amigable y vaya que me he esforzado por caerles bien, nunca he cometido maldad con alguno de estos y en más  de una ocasión me he arriesgado cerca de sus garras con el fin de aliviar algún dolor o alimentar una panza vacía. Ni así. Me son esquivos por más que compartamos hogar aunque no sea su dueño. Vivimos muy cerca y al parecer a ellos no les agrada mi compañía, tal vez mi chakra los perturba o es acaso mi vínculo casi instantáneo con los canes los que los vuelve fúricos al punto de estropear mis cosas, de ensuciar mis bienes y de hablar a mis espaldas (lo último lo supuse de cómo me miran). He llegado al punto de mandarlos a rodar y de mirarlos de la misma forma en que ellos me observan y aunque mantengo el respeto, de un “buenos días Doña Tomasa y compañía” no paso ni pasaré. Aun así la tensión se siente en el aire, basta darles un poco de tiempo para que ya estén nuevamente encima del cielo raso de mi cuarto rasgando lo que no deben o aprovechando las ventanas que olvido cerrar para que me marquen con un bonito charco los lugares más inesperados en la alfombra. Tratar de atraparlos es un esfuerzo que no pretendo hacer y últimamente es optado por la indiferencia propia de los resignados. No podemos caerles bien a todo el mundo. Hoy mientras jugaba con los canes adoptados que cohabitan conmigo he visto como una de ellas me ha mostrado los dientes. Me he preguntado, seriamente, si algo dentro mío, algo que soy incapaz de ver, es tan malo realmente.

 ¿De cuántos artistas y escritores que admiro no he leído historias sobre sus hermosos vínculos con los mininos que en muchos casos inspiraban sus obras? Tal vez a mí no me toca ser parte de ese vínculo aun así no me quejo de mi afer con los canes. Son esas cosas que uno no comprende y es mejor dejar de lado, que pasen de largo, al final ellos se pierden de un tipazo y yo me conformo con verlos de lejos y sentirme el verdadero perdedor en esa inagotable y frustrante relación.