Son interesantes los vínculos que marcamos con seres y
objetos desde que empezamos a hacer contacto con el planeta. Desde el primer
roce de piel materna, las primeras texturas de una prenda o un juguete, el
primer sabor dulce de una golosina o la textura terrosa de un ladrillo
recién roto (existimos los amantes de estos bloques). Son estos vínculos los
que nos hacen únicos y especiales pero también es cierto que ganamos antipatías
del mismo modo sencillo con el que abrimos una puerta o lamemos un ladrillo (lo
reafirmo).
En mi caso particular es cierto que no me he hecho a fin a
muchos seres, son contadas las formas que simpatizan conmigo y que generan
vínculos, entre ellas están los perros y los seres “inteligentes” (en ese
orden). Mis vínculos con los primeros (supongo que) vienen de una larga lista
de antepasados amantes de canes que en sus ratos libres salían a cazar con una
decena de soberbios animales amarrados a cadenas que dominaban con ágiles
dedos. Daneses, pastores alemanes y uno que otro Schnauzer remataban el ramillete
canino. Se ganaban la vida con ayuda de sus canes, cazando fieros animales que
perturbaban los cálidos pastos nórdicos de la edad media. A cambio los míos
recibían amables obsequios de elfos, druidas y uno que otro hobbit juguetón. Es
claro que no tengo la menor idea de algún rastro familiar y tampoco sé de donde
nace este alegre vínculo con estos seres de cuatro patas con los cuales hablo
mucho pero mucho más que con el 99% de los humanos que conozco.
Me es difícil rastrear un vínculo porque no soy tan amante
de estos seres, más allá de fomentar su libre concupiscencia no paso, me siento empático por ellos pero lejos estoy
de dedicar mi vida a su entero
bienestar, aun así se me hace necesario tener a estos canes cerca y tratar de
entender su forma nada limitada del mundo. Pero, de la misma forma en que
ciertos entes se nos hacen amables desde un inicio éstos tienen sus formas
antagónicas que simplemente no te aguantan, que te aborrecen porque sí y en este caso nada puede ser más cliché que
mis enemigos primarios: Felinos de la misma cantidad de patas que al parecer no
me soportan y suelen utilizarme de las maneras más viles para luego ser víctima
de maldades al mejor estilo de su sigilo y perversa inteligencia.
He leído muchos artículos donde describen a los gatos como
seres distantes, diversos y muy enigmáticos mientras los perros son los amigos,
los fieles y para nada traicioneros. Son los gatos los que poseen esa
curiosidad y los que más se asemejan a la astucia como a la pereza. Basta ver
un esbozo en cualquier viñeta de periódico donde estos dibujados regordetes y
cachetones son astutos, sagaces y tal vez más inteligentes que muchos de
nosotros. De acuerdo estoy en varias de sus descripciones, en lo hermosos que
son sin importar su raza, en su extrema agilidad y en sus inagotables recursos
cuando buscan escapar de algún lado, en lo que pierdo el rastro es en encontrar
causas por las cuales les soy tan esquivo a estos reyes del carisma.
Tengo amigos y colegas a los cuales sus gatos los quieren y
hasta respetan. A los pocos felinos que he tenido (y tengo) nunca les he
proyectado una imagen amigable y vaya que me he esforzado por caerles bien,
nunca he cometido maldad con alguno de estos y en más de una ocasión me he arriesgado cerca de sus
garras con el fin de aliviar algún dolor o alimentar una panza vacía. Ni así.
Me son esquivos por más que compartamos hogar aunque no sea su dueño. Vivimos
muy cerca y al parecer a ellos no les agrada mi compañía, tal vez mi chakra los
perturba o es acaso mi vínculo casi instantáneo con los canes los que los
vuelve fúricos al punto de estropear mis cosas, de ensuciar mis bienes y de
hablar a mis espaldas (lo último lo supuse de cómo me miran). He llegado al
punto de mandarlos a rodar y de mirarlos de la misma forma en que ellos me
observan y aunque mantengo el respeto, de un “buenos días Doña Tomasa y compañía”
no paso ni pasaré. Aun así la tensión se siente en el aire, basta darles
un poco de tiempo para que ya estén nuevamente encima del cielo raso de mi
cuarto rasgando lo que no deben o aprovechando las ventanas que olvido cerrar para
que me marquen con un bonito charco los lugares más inesperados en la alfombra.
Tratar de atraparlos es un esfuerzo que no pretendo hacer y últimamente es
optado por la indiferencia propia de los resignados. No podemos caerles bien a
todo el mundo. Hoy mientras jugaba con los canes adoptados que cohabitan
conmigo he visto como una de ellas me ha mostrado los dientes. Me he
preguntado, seriamente, si algo dentro mío, algo que soy incapaz de ver, es tan
malo realmente.
¿De cuántos artistas
y escritores que admiro no he leído historias sobre sus hermosos vínculos con
los mininos que en muchos casos inspiraban sus obras? Tal vez a mí no me toca ser
parte de ese vínculo aun así no me quejo de mi afer con los canes. Son esas
cosas que uno no comprende y es mejor dejar de lado, que pasen de largo, al
final ellos se pierden de un tipazo y yo me conformo con verlos de lejos y
sentirme el verdadero perdedor en esa inagotable y frustrante relación.
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