“Corrige tus hábitos, entra en armonía contigo y los demás y serás
feliz” le dijo el gurú a Federico que entre tanta sed solo estaba concentrado
en chupar un kiwi que el buen anacoreta le entregó apenas lo vio medio muerto
entre las rocas de su templo que quedaba en la cima de la montaña más alta del
país más pobre. Era extraño porque Federico no había preguntado nada y recibía
una respuesta que al parecer le daba el sentido a la vida. Una vez terminó la
fruta se paró detrás del gurú que permanecía con el bastón y la larga barba
viendo el mundo desde la cima de aquella montaña. Con mucha calma Federico le
dijo que no venía para aprender el sentido de la vida y mucho menos la receta
para ser feliz. Le explicó que él sabía como serlo pero que no sentía ganas de
decirle a la gente como lograrlo y si en algún caso alguien era tan insistente, él simplemente inventaba fórmulas estúpidas
que dejaban al fastidioso satisfecho. Todos los conocidos de Federico lo vieron
alcanzar el éxito, tropezar y levantarse, nunca estar triste, tener un
emprendimiento absoluto y nunca amedrentarse con nada, vivir en plenitud y
jamás cuestionar a la vida porque relativamente el sabía como superar los
problemas, ya sea venciéndolos (como en los negocios) o previniéndolos (como en
la salud). Había logrado también el amor de una gran mujer que lo ayudaba en
cada decisión, que estaba a su lado en cada paso importante y que, sin ir más
lejos, le había aconsejado subir la
montaña más alta que se ubicaba en el país más pobre para así poder hacer lo
que debía hacer: Escuchar al sabio que ahí vivía y lograr una solución o matarse de una vez por todas porque la vida simplemente no
tenía gracia sin dificultades.
El ermitaño solo atinó a decir “Si quieres sentido en tu vida, solamente tienes que bajar al primer pueblo que está en la base de
esta montaña y hacer que todos logren ser como tú, cuando sean todos iguales y estén cansados de que todo les salga bien vengan
en grupo y los dejaré lanzarse”
Pasaron veinte años hasta que una
mañana una gran muchedumbre subía a la cima dispuesta a terminar con su vida.
Al llegar al templo encontraron una túnica en el suelo con un esqueleto que aun
contenía rastros de carne encima al lado de un bastón empolvado. Federico era
demasiado inteligente como para no entender lo que quería el sabio. Sabía que
debía coger el bastón y mandar a cada uno de los que estaban ahí arriba a que
bajaran, encontraran un pueblo e hicieran a esa gente feliz y repetir el
círculo infinitamente. Federico, en ese instante, tenía el poder de salvar al mundo,
de lograr que todos fueran felices hasta el hartazgo, de que en el proceso de
aburrirse de la felicidad tendrían momentos memorables y que eso les gustaría
como cualquier droga o vicio que a la larga los llevaría a subir la montaña más
alta del país más pobre para terminar en la muerte pero antes de caer tendrían que enseñar a ser
felices a otro grupo hasta que se hiciera una costumbre altruista entre los hombres. Si había algo de hermoso en esto, Federico no lo vio. Fue el primero
en lanzarse. Esa mañana decenas de puntitos caían desde la montaña más grande
en el país más pobre. De lejos no se veía ni su felicidad ni su hartazgo.
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