domingo, 13 de mayo de 2012

Federico y el Gurú (Corto cuento de antiayuda)


“Corrige tus hábitos, entra en armonía contigo y los demás y serás feliz” le dijo el gurú a Federico que entre tanta sed solo estaba concentrado en chupar un kiwi que el buen anacoreta le entregó apenas lo vio medio muerto entre las rocas de su templo que quedaba en la cima de la montaña más alta del país más pobre. Era extraño porque Federico no había preguntado nada y recibía una respuesta que al parecer le daba el sentido a la vida. Una vez terminó la fruta se paró detrás del gurú que permanecía con el bastón y la larga barba viendo el mundo desde la cima de aquella montaña. Con mucha calma Federico le dijo que no venía para aprender el sentido de la vida y mucho menos la receta para ser feliz. Le explicó que él sabía como serlo pero que no sentía ganas de decirle a la gente como lograrlo y si en algún caso alguien era tan insistente, él simplemente  inventaba fórmulas estúpidas que dejaban al fastidioso satisfecho. Todos los conocidos de Federico lo vieron alcanzar el éxito, tropezar y levantarse, nunca estar triste, tener un emprendimiento absoluto y nunca amedrentarse con nada, vivir en plenitud y jamás cuestionar a la vida porque relativamente el sabía como superar los problemas, ya sea venciéndolos (como en los negocios) o previniéndolos (como en la salud). Había logrado también el amor de una gran mujer que lo ayudaba en cada decisión, que estaba a su lado en cada paso importante y que, sin ir más lejos,  le había aconsejado subir la montaña más alta que se ubicaba en el país más pobre para así poder hacer lo que debía hacer: Escuchar al sabio que ahí vivía y lograr una solución o matarse de una vez por todas porque la vida simplemente no tenía gracia sin dificultades.

El ermitaño solo atinó a decir “Si quieres sentido en tu vida, solamente tienes que bajar al primer pueblo que está en la base de esta montaña y hacer que todos logren ser como tú, cuando sean todos iguales  y estén cansados de que todo les salga bien vengan en grupo y los dejaré lanzarse”

Pasaron veinte años hasta que una mañana una gran muchedumbre subía a la cima dispuesta a terminar con su vida. Al llegar al templo encontraron una túnica en el suelo con un esqueleto que aun contenía rastros de carne encima al lado de un bastón empolvado. Federico era demasiado inteligente como para no entender lo que quería el sabio. Sabía que debía coger el bastón y mandar a cada uno de los que estaban ahí arriba a que bajaran, encontraran un pueblo e hicieran a esa gente feliz y repetir el círculo infinitamente. Federico, en ese instante, tenía el poder de salvar al mundo, de lograr que todos fueran felices hasta el hartazgo, de que en el proceso de aburrirse de la felicidad tendrían momentos memorables y que eso les gustaría como cualquier droga o vicio que a la larga los llevaría a subir la montaña más alta del país más pobre para terminar en la muerte pero  antes de caer tendrían que enseñar a ser felices a otro grupo hasta que se hiciera una costumbre altruista entre los hombres. Si había algo de hermoso en esto, Federico no lo vio. Fue el primero en lanzarse. Esa mañana decenas de puntitos caían desde la montaña más grande en el país más pobre. De lejos no se veía ni su felicidad ni su hartazgo.

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